Escuela técnica [segunda entrega]
Deporte hacíamos en las Tres Villas, un complejo municipal ubicado en la justa intersección de tres conocidos barrios bahienses: Villa mitre, Tiro Federal y Bella Vista.
El complejo
contaba con una cuidada pista de atletismo, dos baños y tres canchas de fútbol
en condiciones deplorables.
Cierren los ojos,
google maps: tienen que suponer al complejo como un gran rectángulo. El lado
Sur daba al barrio de Villa Mitre, la cara oeste apuntaba a Tiro federal y la
cara este a Bella Vista. El limite superior era tierra de nadie. Una calle de
arena y yuyo, de toscas generosas, de
goma neumática enterrada, caspa de ladrillo y botellas rotas, de forros secos,
de alambre de púa, de papel higiénico enredado en los troncos y el tetrabrik
floreciendo con la templanza que solo brinda un entorno natural.
Bordeando ese
limite, una colina y al otro lado, el dark side, el temido barrio de Villa
Perro. Se rumoreaba que a la entrada de Villa perro había una cartel que
rezaba: "entra si queres, salí si podes". Tal vez por esto, nosotros,
los del curso, legitimábamos a Villa
Perro, como un cuarto dueño de ese complejo oficialmente tripartito. Nos andábamos con cuidado por la
zona. El Walter Altmair, compañero de curso, era de ahí. Nadie corría tan
rápido como el.
Walter no hablaba
mucho, era un pibe retraído, tan alto
como morocho y de musculatura fuertemente marcada. Sus abdominales eran como
sucesivas puertitas de un ropero. Tenia una cicatriz en el pómulo que le
copiaba con exactitud la curva inferior del ojo. Este estado musculatorio
adicional al folklorico corte facial y en combinación con los proliferantes
rumores de diversos aconteceres de la villa, daban por resultado una especie de
contrato implícito entre los pibes del curso: nadie se metía con Walter.
El Walter entendía
esto como un gesto de gratitud y tampoco se metía con nadie.
Una vez nos contó
que
en Villa Perro
una vez
paso algo
y que
fue la policía
y parece que
los obligaron
a que se vayan
y que
desde ese
entonces
la policía,
a Villa Perro,
no entra más.
Con eso ya nos
alcanzaba, nos era suficiente, teníamos imaginación y no era necesario
preguntar. Aparte recuerdo haber pensado: "no vaya a ser que el andar
preguntando, al Walter le incomode".
Los días que nos
tocaba deporte, nos quedamos al finalizar las clases en la escuela. Haciendo
uso del olfato, el día de gimnasia, se anunciaba en el aula desde temprano. En
verano, las milanesas transpiradas flotando en el puré, alcanzaban su punto
máximo de presencia a eso de las once. Cuando terminábamos la cursada teníamos
aproximadamente cuarenta minutos para comer y cambiarnos.
Para llegar a las
tres villas desde la ENET teníamos que cruzar el parque Independencia.
El parque contaba
con un zoológico en marcada decadencia. Las llamas de tan deshidratadas casi
que no escupían. La jaula de los coaties era eso: una jaula, donde pese a la
insistencia, nunca vimos nada. Los monos tenían la piel tan curtida y
erosionada que suponíamos que se la masticaban entre ellos. Desde que vio un
documental en el Discovery, Gallardo siempre guardaba un poco de su almuerzo
para dejárselo a los monos. Se convenció con ese discurso de "familiares
lejanos" y no quería estar en falta.
Otra cosa
destacada del paseo era el foso del león. El olor del viejo animal era lo más
feroz en varios metros a la redonda. Calaba nuestras fosas nasales con la
fuerza toxica del amoniaco. Este olor casualmente era similar al de los baños
del complejo. Mientras caminábamos rumbo a las Tres Villas solíamos elaborar
delirantes teorías que explicaban de manera lógica los hechos. Gatica llegó a
convencernos de que ciertas noches de jarana, un encargado municipal disfrazado
de gladiador montaba a pelo a Zimba para darse unas vueltas por la pista,
luciéndose ante un grupo de conocidos para levantar alguna que otra moneda por
el acting. El baño hacia de camerino hasta que la gente ya estaba ubicada y de
ahí el olor a felino remanente.
Cuando llegábamos
al complejo estábamos en pleno proceso de digestión. Eructabamos parejo y
destilábamos mandarina. Ahí , ya nos
esperaba, el profesor de gimnasia, el viejo Taberna.
Taberna era un
viejo forro, de porte militar y bigote en perfecta escuadra, todavía atlético
para su edad avanzada. Sus pantorrillas parecían tener la rigidez del pollo.
Haciendo uso de
un lenguaje arcaico nos daba las instrucciones de la clase. Hacia referencia a
la hora de clase como "estimulo".
Nosotros sabíamos
de Taberna por las generaciones de alumnos anteriores. Uno de tercer año me
había hablado de el un par de veces mientras hacíamos cola en la fotocopiadora.
Taberna era conocido por ser un devoto del test de cooper. El test es una
prueba atlética que consiste en correr durante 12 minutos seguidos a una
velocidad constante la mayor distancia posible. El test tiene por objetivo
llevar al máximo la capacidad física, respiratoria y cardiovascular de la
persona llevándola a un punto cercano al agotamiento.
El viejo cruel te
exigía clase a clase, superarte un mínimo de veinte metros. Cuando llegaba la
época de calor era moneda corriente ver, al costado de la pista, chicos
vomitando, despatarrados en el pasto, exhaustos y jadeantes. Yo advertido de
este modus operandi había regulado en las primeras incursiones y la zafe
aumentando de manera escalonada esos metros exigidos. El Walter por el contrario
siempre corría al máximo y siempre se superaba. No había en el cálculo ni
especulación.
Recuerdo por esa época haber soñado estar a un costado de la pista y
presenciar un duelo único. En el carril interior el viejo león quemando sus
últimos reservorios de juventud, exigiendo la naturaleza al máximo, para en la
recta final estar a la par del Walter, que corría sin demostrar esfuerzo, con
el pecho descubierto y haciéndose visera con la mano.